La muestra surge de un encuentro casual:
una misma foto tomada tan solo con 6 meses de diferencia cuando ambos artistas
estaban en Ginebra. De esta intuición surge un universo que doy en llamar
‘ingeniería del azar y de la percepción’; mostrarlo es el propósito de estas
líneas.
En esta obra conjunta, que encubre una
muestra de fotografía urbana- pero que es mucho más que eso- cabe preguntarnos
como Danto no qué es arte-las fotografías evidentemente- sino cuándo hay arte.
La instalación en esta galería transforma la fisonomía de las paredes. El
vidrio que da al frente fue pintado de blanco, como en las refacciones de
cualquier comercio corriente y adornado con un ratón; muy cerca del suelo,
gracias a la ausencia de pintura leemos el nombre de la muestra y de sus
creadores. Entro. Veo surgir la abstracción blanca y gris de la ciudad, no de
una ciudad sino de todas o cualquiera. Baldosas de la calle rotas y
desniveladas fueron dispuestas en el suelo. Pequeñas formas de cemento están
suspendidas o en el suelo, tiras de plástico dispuestas en líneas verticales
sobre la pared, trozos de madera en balances inestables sostienen plástico o
cemento o algún tipo de basura que podría encontrarse en un lugar en
construcción, una varilla oxidada y curva cuelga a la entrada. Al fondo, un
dispositivo sostiene un par de auriculares rotos, y en una pared se exhibe la
foto doble de la intuición primera. En el suelo, en una caja tímida, se esconde
el corazón de la muestra: una serie de fotos tomadas en la ciudad de
situaciones azarosas, de objetos casi distraídos que necesitaban ser
contemplados. Los ojos de los artistas operaron esta transformación: la de
volver perdurables los gestos cotidianos de la urbe a la intemperie. EL OJO, tanto mecánico como anatómico como
espiritual, esa primacía del ojo que ve todo, que añora o intuye un
descubrimiento.
Sin embargo, ‘la obra’- qué palabra fuerte
y ambigua, anticuada y no obstante correctísima- no termina aquí, los límites
son difusos, la alquimia del arte difícilmente pueda ser encerrada. Un río de
cinta, que dentro mantenía juntas algunas baldosas, que imitaba un charco con
su reflejo, se extiende sobre la alfombra donde los espectadores esperan para
entrar. Afuera de la galería Alvear, una media fue puesta cubriendo la punta de
un barrote, un ensamblaje de madera y plástico imita la fina curvatura del hierro
de una parte de la verja, y en la calle, detrás de unos tachos grandes de
basura, en un lugar destinado para publicidad varia fue pegada una foto
ampliada que formaba parte de la exposición. ¿Podría haberme dado cuenta de
esto si los artistas no me informaban? Pues probablemente no. ¿Debería suponer
que no notar estas alteraciones que forman parte de la continuidad de la obra es
una deficiencia del espectador? Para nada. Allí está la ingeniería del azar
montada por los artistas, lista para atraer la atención del espectador, para
incitar los sentidos con las bellas dulzuras que tienen la ferocidad y la
incongruencia de la vida urbana. Pero todavía la estructura descripta no cesa,
debe sufrir un proceso en abismo. Entre las fotos hay una de una media en la
misma posición que la puesta a las afueras de la galería. Si le sacara una foto
al nuevo calcetín, ésta podría integrar la muestra o incluso otra. Podría hacer
lo mismo con el dispositivo de madera articulada semejante a un barrote, o con
la foto tapada por tachos de basura. No solo la obra misma se reproduce sino
sus fuentes. Las situaciones estéticas dignas de ser tomadas como objetos
artísticos se multiplican y cruzan el puente desde la obra a la vida. Asistimos
a un proceso en el que la repetición de gestos engendra percepciones nuevas. Ya
ni siquiera para quien asiste a esta exposición, sino para cualquiera que en su
vida cotidiana puede ser arrastrado por la sensación de que algo en esa ciudad
tan perfecta en la que vive está fuera de lugar y merece la más detenida
atención.
Cuando entramos a la exposición, solos,
siguiendo las instrucciones tiránicas de lo que Julian Camargo llamó
‘burocracia estética’, diseñadas para aumentar el sentido de espera frente a la
obra, darle el aura de lo inaudito, de lo que merece una iniciación-incluso en
la sencillez de la burocracia, que como es estética es tolerable-, primero
sentimos la inestabilidad de las baldosas, sentimos cómo golpean contra el
piso, cómo hacen un sonido que retumba en toda la sala; y esa microscópica
belleza espontánea ya insinúa los primeros pasos de la profundidad de lo que se
despliega frente a nosotros. Luego están los objetos en equilibrio inestable,
todo el mundo de la posibilidad está allí retratado, la inminencia de algo que
no sucede se nos imparte por medio de las fisonomías más rudas. Las fotografías
captan este mundo de la posibilidad, allí podemos encontrar desde cajas
apiladas a la perfección semejantes a pequeños rascacielos hasta círculos
rituales, o abrazos de cintas amarillas, o rojas y blancas entre tachos y
objetos de concreto averiados.
Los plásticos pegados en la pared en líneas
verticales funcionan como una repetición disonante. Aquí el juego del azar se
paraliza. Pero, también, no puedo dejar de mencionar el precioso texto de
Bianchi donde expone una intriga fundamental del hombre, y quizá del hombre
moderno: constantemente nos rodeamos de rutinas para notar en ellas el elemento
que sobresale, para ver más nítidamente lo extraordinario en referencia a lo
anodino-palabra bellísima con un significado desgraciado-. Las líneas si bien
inarmónicas, no dejan de tener coherencia en la integración de esta obra total
que vive en cada parte, en cada percepción, en cada encuentro fortuito con la
materia. Nada de lo que sucede en Intemperie
de Camargo y Atucha puede ser desvinculado de la arquitectura que le dio origen,
la del AZAR, y las paredes de la galería de Cecilia Caballero se han convertido
en una manifestación de esa arquitectura, evanescente y cotidiana, vivida por
todos pero vista y gozada por pocos. Decididamente, la obra de arte se muestra
como desocultamiento de la verdad; una aparición no del todo precisa,
siempre ambigua, que nos envuelve y de la que solo podemos dar cuenta por el
placer que suscita, por la infinidad de asociaciones que genera en las sinapsis
de las neuronas.
SH