Buscar este blog

martes, 9 de junio de 2015

Emilia de Tolcachir

(spoiler alert)

Estoy conmocionado y conmovido. No encuentro otra manera de comenzar este escrito más que por la profundidad con que calaron las palabras y los gestos de esta representación que se atreve con una crudeza inimaginable –sin descender ni en la vulgaridad ni en la obviedad– a exponer la genealogía de la violencia y la fragilidad del corazón humano.

La pobre de Emilia cuenta desde la cárcel sus memorias de Walter, el niño de quien fue niñera y que crió como una madre. Luego de muchos años, ambos se reencuentran. Emilia es recibida por Walter con fuertes palabras de emoción, mientras le presenta a su familia: su mujer y su hijo –que en realidad es hijo de un anterior matrimonio de la madre–. Ya desde el comienzo percibimos la condición perturbada de la esposa que vive entre perdida y absorta, casi desconectada de la realidad. Walter eleva la voz, grita, ordena, ejerce la ironía, la violencia verbal, la culpa o cualquier otro elemento que le permita dominar. El pobre hijo, tironeado por la crueldad del padre y la debilidad de la madre, solo puede pasar de la euforia a la quietud, de la complacencia con el padre a la agresividad con la madre que luego se trueca en instinto protector.

Emilia acude a todo esto como una espectadora incrédula. ¿Acaso puede creer que su hijo, porque Walter era como un hijo para ella, sea ese hombre nefasto? ¿Acaso puede creerlo nefasto? No sé. Le gustaría que no fuera así, pero el querer no va de la mano de lo moral. Podemos querer a quien obra mal, porque nadie es indigno del amor.

La violencia es un monstruo terrible que amenaza con anegarlo todo. Para mayor impresión del público, esto no sucede hasta el final, y por eso tanto más aciago su poder y tanto más grande el temor que infunde. Todos los personajes quieren ocultar la violencia, o mejor dicho desviarla, juzgarla intrascendente. Sin embargo, la violencia, durante toda la obra está allí, en el escenario como otro personaje principal. Nunca se disfraza –¡son los otros los que la obvian!–, apenas si modula apariencias distintas, apenas si varía su intensidad. Cada acto es un signo de la dominación que Walter ejerce sobre los miembros de su familia. Walter diciéndole a su mujer qué hacer o qué no hacer, Walter obligando a su hijo a regalar la camisa que le había regalado su padre, Walter haciendo sentir culpa a su hijo por no regalar la camisa y obligándolo gracias a esta maniobra a hacer lo que quiere, Walter gritándole a su hijo que no vaya a comprar agua, el hijo ordenándole a su madre que vaya a ver a su padre biológico, etc. La lista es infinita. La violencia está siempre ahí solo que desplazada, como si hiciera una trayectoria oblicua. En el momento en el que creemos que Walter va a usar la fuerza física para conseguir lo que quiere, algo lo interrumpe, algún otro mecanismo no menos violento pero sí más subrepticio se pone en marcha para evitar la inundación. En un momento dado, brillante metáfora, traen a la casa en la que la familia se está mudando una mesa que no pasa por la puerta. Inútilmente, Walter intenta hacerla entrar con golpes y aporreos. Toda la violencia que estaba o había estado por descargarse sobre alguien, ahora se pone sobre esa mesa que es golpeada y obligada a entrar por la puerta en contra de las leyes físicas. Con enorme horror, contemplamos ese desplazamiento como algo monstruoso, más que si hubiésemos visto un golpe en escena a una persona. Si un hombre es capaz de tal intransigencia y de tal desmán con una mesa, ¿qué le sucederá cuando use esa misma fuerza en una persona? La cuantificación de la violencia ingresa en el mundo de la imaginación, allí se hace más grande, más terrible.

Ningún personaje se siente arraigado al lugar en donde se encuentran. Es una casa nueva, un inicio, cargado de una esperanza que no está, que es falsa y hueca. La mujer cree haber encontrado en un nuevo hombre la felicidad que no había tenido con el anterior y Walter cree estar asentando la familia perfecta que siempre había soñado y nunca había podido armar. En esa casa están cifradas más las frustraciones que las esperanzas de los personajes. El supuesto hogar está cargado de lo que no puede ser, y nunca será. La dominación de Walter es el método que su psiquis consigue articular para no ver el derrumbe. Continuamente ordena a los demás, e inconscientemente a sí mismo, que eleven muros, que reparen las vigas, que trabajen más horas. Pide lo imposible, casi sadísticamente pide lo que sabe que no conseguirá.

Ante el terrible final, la muerte de la pobre mujer, Emilia decide, contra toda posibilidad de verosimilitud, tomar el crimen en sus manos e ir a la cárcel. La obra concluye con la frágil figura de Emilia, que, pese a todo, quiere contarnos la historia de su vida y la de su pobre Walter, unidas las dos como la veta del oro en la piedra. Su refugio es la memoria. Sin arrepentirse de lo que hizo, vive en la cárcel, casi entretenida, dueña de algo que parece resignación, y que más que llenarnos de angustia, nos alivia un poco inexplicablemente.


Santiago Hamelau

Emilia de Claudio Tolcachir
Timbre 4, Boedo 640


No hay comentarios:

Publicar un comentario