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miércoles, 21 de noviembre de 2012

La historia de mi apellido: Hamelau-dicen algunos.


“Y Dios le dio un nombre ambiguo…” Pseudo-Onomagino de Alejandría-o de Babel, los manuscritos difieren.
La historia de mi nombre es tan extraña como simple es su grafía, poco proclive a la confusión: Hamelau. Es un nombre de tres sílabas, con ‘H’ al comienzo lo que podría otorgar cierto exotismo o dificultad, aunque tampoco creo que tanta. Lo importante es que si el nombre hace a la cosa, entonces a mí este apellido me dio una vasta cantidad de personalidades, costados autónomos de mi mismo que yo desconocía, que tienen vida propia, acciones independientes, sentimientos inexplicables como los de cualquier otro hombre. Mis alter-egos no son ni más ni menos importantes que yo, el que escribe, si acaso puedo suponer que puedo tomar la preminencia del ‘yo’, una suerte de primus inter pares. En fin, todos tenemos destinos individuales, pero inseparables de un cuerpo único y de un nombre que es muchos nombres.
Primero, creo que es mejor empezar por el principio,  por mi infancia, el lugar, o el estado de mi alma, en que recibí la primera manifestación de mi primera identidad: Hamelau (o escrito como se pronuncia: ‘Ameláu’). Aquí la historia fue contada y transmitida por mis padres. El apellido era alemán, pero los inmigrantes alemanes pertenecientes a la familia habían llegado a las costas argentinas hace muchas generaciones. Tantas-en realidad no era un número gigantesco pero sí considerable- que se había perdido la ‘H’ pronunciada como ‘J’ y el acento esdrújulo. También, se había perdido la dulce (aventurera) costumbre del alemán, idioma cuya ausencia se sintió; y si bien fui por muchos años reacio a su sonoridad, luego encontré en su poesía una profunda fuerza.
Esta epifanía produjo, años más tarde, otra: su contraria. Saber que mi apellido se pronunciaba ‘Jámelau’ y no ‘Ameláu’ me generaba vacilación al momento de corregir a las personas que lo pronunciaban mal-o eso creían, ¡si hubiesen conocido lo que había en mi interior! Entonces, no tuve otra opción que cobijar en otro rincón de mi cuerpo a otro alter-ego, que no sé hasta qué punto ya vivía en mí, al igual que los demás, solo que como un huevo o una sombra benigna. Les faltaba calor para que la vida se alojara en ellos. Este otro-yo era un alemán empedernido, amante de las Elegías romanas de Goethe y de la poesía de Paul Celan. Hablaba su idioma ancestral de corrido y cuando podía viajaba por Alemania para recuperar el sentimiento que lo unía con esa tierra de la cual hace mucho se había desligado -lo separaban dos siglos de muertos enterrados en suelo argentino-. Esa ruptura espiritual era incurable, pero él hacía los mayores esfuerzos, sin perjudicarme, para reconectarse con su Alemania perdida. Mi primer yo, naturalmente, lo acompañaba en esta búsqueda nostálgica.
Fuimos creciendo juntos, hasta que otro hermano se nos presentó de improviso. Éste surgió, o eclosionó o nació luego de que pronunciaran nuestro apellido a la francesa: Hamelau se había convertido en ‘Ameló’ con ‘e’ breve y ‘o’ cerrada. En ese momento comenzaron las disputas. No me era familiar -ni al otro-, tener repentinamente una identidad nueva que compitiera en el cuerpo. Para empeorar la situación, todo se dio en la adolescencia. El ‘franchute’, para llamarlo(me) de alguna manera, hablaba una lengua latina y su ascendencia lo era también-lo cual no sucedía en nuestro caso-, pretendía visitar París en vez de Berlín…nunca nos poníamos de acuerdo. Así que cada cual iba por su lado. Mientras nosotros visitábamos Múnich, el franchute iba a comprar libros en los bouquinistes o a pasear por las avenidas elegantes como Les Champes-Elyssées, o a plazas y jardines como Place de la Concorde o Las Tullerías. Su amor por la cultura y por la poesía nos amigó. Gracias a él conocimos el simbolismo y el surrealismo. Lo comenzamos a llamar ‘el parisino’ por su amor a la capital francesa. Al final, de tanto conversar, descubrimos que concordábamos en mucho y que no había razón para peleas injustificadas e infantiles. Convinimos, como debería haber sido desde el principio, que la palabra y el arte podían conducirnos al amor y que nunca lo harían ni la violencia ni las armas- si bien el tema armamentístico fue tabú entre nosotros por un tiempo corto, pues que uno se levantara en armas significaba la destrucción de todos-.
‘Hamelau’=’Jamló’. Esa fue la tercera manifestación. La produjo una mujer en el correo al darme una carta proveniente de mi novia, que estaba por un mes en Stavanger por trabajo. Ante la extrañeza de mi apellido, la mujer pronunció o mejor dicho reveló mi, o bueno, nuestra personalidad africana. El argentino, el alemán y el parisino…estábamos desconcertados ante la aparición de otra silueta en el espejo. Era un hombre de nuestra edad, de piel negra, no sabía leer ni escribir, su concepción era tribal, vivía en clanes de familias, y practicaba ritos para homenajear a dioses que nos eran ajenos. ¡Quién era! Al principio comunicarnos fue imposible. Todo era por señas, ¡y ni siquiera! Su falta de modales y su agresividad- o lo que para nosotros era violencia- no nos permitían saber qué hacía, quién era o qué pensaba. Paciencia…todo fue paciencia. Y al final, lentamente, comenzamos a comprender su idioma, su gramática. Luego, entendimos sus ritos, llegamos a sentir la euforia religiosa que escondían, la manera en que elevaban sus ofrendas a Dios, si bien no los practicábamos. También, llegamos a saber que tenía una familia, una mujer e hijos, que le gustaba cazar y admirar la selva, sus lianas, sus plantas indescriptibles, la ferocidad de sus creaturas, de las que había que cuidarse, y mucho, mucho más. Aprendimos, gracias a su lengua, que había cientos de maneras de llamar al grito de un pájaro, de clasificar los verdes y los azules de la naturaleza y de nombrar a Dios-sin nombrarlo explícitamente- durante las horas religiosas y sus ritos correspondientes. Pasadas estas etapas, el conocimiento de nuestro yo-africano nos pareció natural a nosotros, era un hombre diferente igual a nosotros. Él nos enseñó el arte de la meditación, practicado en lugares sagrados y quietos; gracias a él pudimos celebrar y adorar la fuerza de Dios entre las cosas.
¿Suficiente hombres para un mismo cuerpo, no? Pero hoy tuve o tuvimos una nueva epifanía y no sé por qué pienso que será la ultima. Una mujer, en una perfumería pronunció lo siguiente: ‘Jamelán’. Hay algo evanescente en esta nueva forma de darme nombre. En mi interior surge una nueva personalidad, pero que no puedo comprender ni abarcar. Esta nueva identidad es colosal, tal como yo la siento,  está en todos lados, es el espejo que tenemos delante para vernos. No hay nadie. Pero la presencia está. Intuyo que ese otro de mis entrañas es una mujer. Y no solo mujer, sino una mujer vikinga…dada a la violencia del mar, del sistema patriarcal, astuta para manejar la voluntad de los varones. Mi intuición se basa en las declaraciones de mi abuelo que me contó que los Hamelau habían llegado a Alemania desde Noruega, tierras nórdicas. La hipótesis vikinga me parece sensata. No sé. Sigo buscando a la cuarta identidad…está y no está. ¿El espejo en el que me miro con mis hermanos está hecho de agua, de uñas de muertos? ¿Hasta dónde se extiende mi estirpe? ¿Es el cuatro la solución, el cierre? Puede, y es bastante seguro, que haya niños tímidos esperando en mi interior, detrás de la flor de un recuerdo olvidado o en un pelotero de dígitos algo cenicientos, porque ya hace años que nos los uso. Cuando seamos ancianos, puede que aparezcan esos espíritus, por la pronunciación de mi nombre con variaciones que ni imagino.
Dentro de mi cuerpo, vive una enorme comunidad. Cuando a veces pierdo la mirada en el horizonte, es que estoy hablando secretamente con ellos. 
Por Santiago Hamelau

2 comentarios:

  1. mi ex cuñada se llama Hamelau, decia que era un apellido de origen irlandes

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    1. Interesante! Hasta dónde sé por mi familia es un apellido alemán y puede que más antiguamente noruego. Pero, un origen irlandés también sería muy copado.

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