“Y Dios le dio un nombre ambiguo…” Pseudo-Onomagino de
Alejandría-o de Babel, los manuscritos difieren.
La historia de mi nombre es tan extraña como simple es su
grafía, poco proclive a la confusión: Hamelau. Es un nombre de tres sílabas,
con ‘H’ al comienzo lo que podría otorgar cierto exotismo o dificultad, aunque
tampoco creo que tanta. Lo importante es que si el nombre hace a la cosa,
entonces a mí este apellido me dio una vasta cantidad de personalidades,
costados autónomos de mi mismo que yo desconocía, que tienen vida propia,
acciones independientes, sentimientos inexplicables como los de cualquier otro
hombre. Mis alter-egos no son ni más ni menos importantes que yo, el que
escribe, si acaso puedo suponer que puedo tomar la preminencia del ‘yo’, una
suerte de primus inter pares. En fin,
todos tenemos destinos individuales, pero inseparables de un cuerpo único y de
un nombre que es muchos nombres.
Primero, creo que es mejor empezar por el principio, por mi infancia, el lugar, o el estado de mi
alma, en que recibí la primera manifestación de mi primera identidad: Hamelau
(o escrito como se pronuncia: ‘Ameláu’). Aquí la historia fue contada y
transmitida por mis padres. El apellido era alemán, pero los inmigrantes
alemanes pertenecientes a la familia habían llegado a las costas argentinas
hace muchas generaciones. Tantas-en realidad no era un número gigantesco pero
sí considerable- que se había perdido la ‘H’ pronunciada como ‘J’ y el acento
esdrújulo. También, se había perdido la dulce (aventurera) costumbre del alemán,
idioma cuya ausencia se sintió; y si bien fui por muchos años reacio a su
sonoridad, luego encontré en su poesía una profunda fuerza.
Esta epifanía produjo, años más tarde, otra: su contraria.
Saber que mi apellido se pronunciaba ‘Jámelau’ y no ‘Ameláu’ me generaba
vacilación al momento de corregir a las personas que lo pronunciaban mal-o eso
creían, ¡si hubiesen conocido lo que había en mi interior! Entonces, no tuve
otra opción que cobijar en otro rincón de mi cuerpo a otro alter-ego, que no sé
hasta qué punto ya vivía en mí, al igual que los demás, solo que como un huevo
o una sombra benigna. Les faltaba calor para que la vida se alojara en ellos. Este
otro-yo era un alemán empedernido, amante de las Elegías romanas de Goethe y de la poesía de Paul Celan. Hablaba su
idioma ancestral de corrido y cuando podía viajaba por Alemania para recuperar
el sentimiento que lo unía con esa tierra de la cual hace mucho se había
desligado -lo separaban dos siglos de muertos enterrados en suelo argentino-.
Esa ruptura espiritual era incurable, pero él hacía los mayores esfuerzos, sin
perjudicarme, para reconectarse con su Alemania perdida. Mi primer yo,
naturalmente, lo acompañaba en esta búsqueda nostálgica.
Fuimos creciendo juntos, hasta que otro hermano se nos
presentó de improviso. Éste surgió, o eclosionó o nació luego de que
pronunciaran nuestro apellido a la francesa: Hamelau se había convertido en ‘Ameló’
con ‘e’ breve y ‘o’ cerrada. En ese momento comenzaron las disputas. No me era
familiar -ni al otro-, tener repentinamente una identidad nueva que compitiera
en el cuerpo. Para empeorar la situación, todo se dio en la adolescencia. El
‘franchute’, para llamarlo(me) de alguna manera, hablaba una lengua latina y su
ascendencia lo era también-lo cual no sucedía en nuestro caso-, pretendía
visitar París en vez de Berlín…nunca nos poníamos de acuerdo. Así que cada cual
iba por su lado. Mientras nosotros visitábamos Múnich, el franchute iba a comprar
libros en los bouquinistes o a pasear
por las avenidas elegantes como Les Champes-Elyssées, o a plazas y jardines
como Place de la Concorde o Las Tullerías. Su amor por la cultura y por la
poesía nos amigó. Gracias a él conocimos el simbolismo y el surrealismo. Lo
comenzamos a llamar ‘el parisino’ por su amor a la capital francesa. Al final,
de tanto conversar, descubrimos que concordábamos en mucho y que no había razón
para peleas injustificadas e infantiles. Convinimos, como debería haber sido
desde el principio, que la palabra y el arte podían conducirnos al amor y que
nunca lo harían ni la violencia ni las armas- si bien el tema armamentístico
fue tabú entre nosotros por un tiempo corto, pues que uno se levantara en armas
significaba la destrucción de todos-.
‘Hamelau’=’Jamló’. Esa fue la tercera manifestación. La
produjo una mujer en el correo al darme una carta proveniente de mi novia, que
estaba por un mes en Stavanger por trabajo. Ante la extrañeza de mi apellido,
la mujer pronunció o mejor dicho reveló mi, o bueno, nuestra personalidad
africana. El argentino, el alemán y el parisino…estábamos desconcertados ante
la aparición de otra silueta en el espejo. Era un hombre de nuestra edad, de
piel negra, no sabía leer ni escribir, su concepción era tribal, vivía en
clanes de familias, y practicaba ritos para homenajear a dioses que nos eran
ajenos. ¡Quién era! Al principio comunicarnos fue imposible. Todo era por
señas, ¡y ni siquiera! Su falta de modales y su agresividad- o lo que para
nosotros era violencia- no nos permitían saber qué hacía, quién era o qué pensaba.
Paciencia…todo fue paciencia. Y al final, lentamente, comenzamos a comprender
su idioma, su gramática. Luego, entendimos sus ritos, llegamos a sentir la
euforia religiosa que escondían, la manera en que elevaban sus ofrendas a Dios,
si bien no los practicábamos. También, llegamos a saber que tenía una familia,
una mujer e hijos, que le gustaba cazar y admirar la selva, sus lianas, sus
plantas indescriptibles, la ferocidad de sus creaturas, de las que había que
cuidarse, y mucho, mucho más. Aprendimos, gracias a su lengua, que había
cientos de maneras de llamar al grito de un pájaro, de clasificar los verdes y
los azules de la naturaleza y de nombrar a Dios-sin nombrarlo explícitamente-
durante las horas religiosas y sus ritos correspondientes. Pasadas estas
etapas, el conocimiento de nuestro yo-africano nos pareció natural a nosotros,
era un hombre diferente igual a nosotros. Él nos enseñó el arte de la
meditación, practicado en lugares sagrados y quietos; gracias a él pudimos
celebrar y adorar la fuerza de Dios entre las cosas.
¿Suficiente hombres para un mismo cuerpo, no? Pero hoy tuve
o tuvimos una nueva epifanía y no sé por qué pienso que será la ultima. Una
mujer, en una perfumería pronunció lo siguiente: ‘Jamelán’. Hay algo
evanescente en esta nueva forma de darme nombre. En mi interior surge una nueva
personalidad, pero que no puedo comprender ni abarcar. Esta nueva identidad es
colosal, tal como yo la siento, está en
todos lados, es el espejo que tenemos delante para vernos. No hay nadie. Pero la
presencia está. Intuyo que ese otro de mis entrañas es una mujer. Y no solo
mujer, sino una mujer vikinga…dada a la violencia del mar, del sistema
patriarcal, astuta para manejar la voluntad de los varones. Mi intuición se
basa en las declaraciones de mi abuelo que me contó que los Hamelau habían
llegado a Alemania desde Noruega, tierras nórdicas. La hipótesis vikinga me
parece sensata. No sé. Sigo buscando a la cuarta identidad…está y no está. ¿El
espejo en el que me miro con mis hermanos está hecho de agua, de uñas de
muertos? ¿Hasta dónde se extiende mi estirpe? ¿Es el cuatro la solución, el
cierre? Puede, y es bastante seguro, que haya niños tímidos esperando en mi
interior, detrás de la flor de un recuerdo olvidado o en un pelotero de dígitos
algo cenicientos, porque ya hace años que nos los uso. Cuando seamos ancianos,
puede que aparezcan esos espíritus, por la pronunciación de mi nombre con
variaciones que ni imagino.
Dentro de mi cuerpo, vive una enorme comunidad. Cuando a
veces pierdo la mirada en el horizonte, es que estoy hablando secretamente con
ellos.
Por Santiago Hamelau