Para mí, el arte es una suerte de milagro y ver que la belleza es común, como decía Borges, y que el hombre puede crearla con aparente facilidad me emociona. Por eso, las bibliotecas, los edificios hermosos, los escenarios…y tantos otros lugares me parecen templos más que lugares cualesquiera.
La limpidez del vestuario y de los movimientos, al igual que el impoluto drapeado de tela blanca del fondo, daban la impresión de una antigüedad lejana y pulcra, casi no tocada por el tiempo, sino por la Idea. En la primera sección- porque la pieza está dividida en tres-, el piano, interpretado magistralmente, ejercía su magia sobre los espectadores y los bailarines por igual. Ese continuo tocar el piano por los bailarines, en el medio de la coreografía, invitaba a pensar el piano no como el telón de fondo del baile, sino como un objeto concreto y real. El piano daba el encanto de la música, y hubiese sido difícil sentir la misma emoción, si uno hubiese solo mirado cuerpos mudos.
El cuerpo también se volvía un objeto más, un objeto con consciencia de sí, sin utilidad, solamente él en su condición de peso, volumen y tamaño. Aun cuando robusto, aparentaba ser ligero, aún cuando el movimiento era arriesgado o complejo, los brazos y las piernas daban la impresión de estar meramente caminando. Y así es que el cuerpo también buscaba negarse. Se volvía aire. Pero no dejaba de ser cuerpo, y en el intento de fundirse con su elemento contrario, buscaba atraparlo como podía, con las manos, con el pecho, con la respiración. La piel era una tela elástica destinada a contorsionarse, dispuesta para esa tarea imposible…atrapar el aire.
Podía sentir, aunque suene raro, la imperturbabilidad, la dureza del mármol. Los bailarines actuaban como si el tiempo les perteneciese, como si el espacio fuese su reino. ¿Y no debería ser así para todos los momentos del día? La danza nos enseña a vivir, porque libera el cuerpo. Pensar que por cada segundo que pasa uno tiene que ejecutar un movimiento. Sin perderse, sin demorarse. Y embarcado en esa obligación, el cuerpo fluye como un río a un lugar que desconoce. La mirada desaparece tras la exigencia de la danza, no está más puesta en el público o siquiera delante de sí. El bailarín ya no mira, o mira algo lejano y ciego, que solo siente con el cuerpo, que piensa que podrá conseguir si el cuerpo se mueve correctamente, a la manera de un ritual. Cuando uno comienza a bailar, una línea se traza -los escenarios están para eso- entre el bailarín y la realidad. Todo alrededor se esfuma, sólo queda él, nada más, desprendido del mundo. La danza me emociona porque el cuerpo, al que pocas veces prestamos atención, adquiere su libertad suprema. En ese acto, resplandece y, como estúpidos, descubrimos a un dios en nuestra carne.
Tracing Isadora
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