¿Sabe usted cuándo es que va a ver buen teatro? Cuando uno es atrapado por el poder de una ilusión, tan fuerte y tan vasta que nos hace olvidar el mundo exterior, tan duradera y férrea como para colonizar ese humilde espacio de la tarima, para tomarlo con tal fuerza e ímpetu que sea imposible no prestar atención.
Siempre tuve problemas con el teatro. Hay algo en él, exceptuando la comedia musical, que no me cerraba del todo. El teatro, creía yo, nunca era verosimil, es más, detestaba serlo. El cine, su contrapartida moderno, es absolutamente verosimil, es como la vida delante nuestro, atrapada en su instantaneidad por la cámara, ese mágico aparato. Pero el teatro...¿cómo puede osar ser verosímil? ¿cómo puedo pensar que es creible que una cierta cantidad de hombres se junten todos en el nimio espacio del escenario para protagonizar algo, y más cuando este espacio minúsculo e insignificante muta constantemente? Podemos estar en la montaña o en el valle, en un concierto o en un castillo. No hay ningún tipo de coherencia. ¿Y por qué habría de tenerla?. Acepto todo, me entrego a ese desenfreno esperando que sea agradable...y no lo es. Se nota detrás que es falso, que allí no hay nada verdadero, que lo que se me presenta no puede suceder. Se nota que es un artificio vulgar. El arte, lo quiera o no, es artificio, pero aquel intenta esconder esta realidad lo más que puede. El arte no copia, crea. El arte nos pone un doble del bosque y proclama con sinceridad: aquí está el bosque. ¿Por qué no creerle? O crea un bosque azul, iluminado por tres lunas y dice: "Éste es un bosque perfecto". Nadie podría discutir lo contrario. Allí está la maravilla. Sabemos que la literatura se ocupa de contar mentiras que, sin embargo, encierran todo lo que hay de importante para el hombre, y por lo tanto, causan placer. Nunca puede salirse de esa fantástica paradoja: cuenta mentiras para decir la verdad, cuenta verdades que nunca dejan de ser mentiras.
Pese a lo dicho...me equivoco con respecto al teatro. Pocas veces había sido golpeado con tal fuerza. El texto de Ionesco es maravilloso y la puesta en escena no se queda atrás ni un segundo. Está a la par de Ionesco. El texto no es repetido por los actores -cuán estúpido seria eso-, sino que es vivido por ellos. Berenger grita que no capitulará, que no se convertirá en rinoceronte...y exactamente eso entiendo: que un hombre que se llama Berenger no capitulará jamas. ¿Cómo puede ser que un hombre albergue dentro de si tal fuerza? ¿Esto es falso?, me pregunto. Podría ser un embustero...los hay tantos. Pero, nada de todo eso. Allí esta Berenger, sé de su sufrimiento, sé de su dolor, y no puedo dudar -aun cuando la razón me dice que todo es una ilusión- de que allí esta Berenger y grita que está solo, que él es aun un hombre, que será el ultimo y que no se rendirá. Ese segundo en el que la frase nos atraviesa, en el que la palabra de un personaje, inventado por Ionesco, lo sé, pero, aun así o exactamente por eso, vive triunfalmente en nosotros como si hubiese encontrado su lugar en el mundo; allí es cuando descubro que el teatro es como toda la literatura, como todo el arte, la más maravillosa de las ilusiones, esa que nos mantiene vivos en este mundo, que es igual a la vida misma, esa que al fin al cabo nos es impresindible para vivir.